El rechazo al ‘bien
por la fuerza’
Así como el anarquismo como método
no era una noción formalista, tampoco se volvía una posición inalterable y
distante de las situaciones concretas, o una postura moral sin propósito y
meramente individual sin fines políticos.
El
individualismo metodológico de Malatesta se acoplaba con la suposición de que
los humanos eran eminentemente seres sociales, y esto constituyó la principal
división con al anti-organizacionismo. Aunque Malatesta no rechazó la
legitimidad y posible utilidad de los actos individuales, para él la acción
anarquista era preeminentemente colectiva y debía ser constantemente ajustada
para adecuarse a las condiciones presentes de las personas, con el propósito de
fomentar su ascenso material y moral. El paso crucial de Malatesta fue su
interpretación inclusiva del principio de coherencia entre medios y fines, en
la que los anarquistas podían hacer todo lo que no contrastara con sus
principios. Un rango de iniciativas, como las luchas laborales y las alianzas
insurreccionales, las que otros consideraban como compromisos que diluían los
principios anarquistas, eran legímitos para Malatesta, como así también
cruciales en llevar a las masas hacia prácticas anarquistas. Así, el anarquismo
como método esta cabalmente situado en el contexto social, en cirtud de su
dimensión colectiva.
Más
imporante, la insurrección seguía siendo una finalidad de la acción colectiva
anarquista. Podía ser más o menos distante en el tiempo, pero era la tarea más
definitiva en la agenda anarquista. Por una parte, aunque era posible algún
progreso dentro de la sociedad burguesa, la insurrección abierta era el
resultado inevitable de la lucha de clases, si es que mayor progreso fuese a
realizarse. Por otra, aunque Malatesta consideró cada vez más la insurrección
como sólo el comienzo de un proceso revolucionario, la dirección de la sociedad
tras una insurrección exitosa era indeterminada y de fin abierto; establecer
fines para la etapa post-insurreccional podía solamente ser conjetural. Por
ende, la insurrección era el único propósito firmemente en vista. La evolución
de Malatesta hacia el gradualismo no afectó a esta creencia. El gradualismo
evolucionó desde una perspectiva cambiante del potencial revolucionario de las
masas, no del potencial coercitivo de los gobiernos. Se originó desde el
creciente abandono de la identificación entre insurrección y revolución. Por
eso, se ocupaba más de la evolución social después de una insurrección exitosa
que anterior a ella. De hecho, el gradualismo surgió precisamente desde la
combinación de una perspectiva evolutiva del cambio social, como fue descrito
en 1897, con la consciencia del alcance limitado de dicha evolución dentro de
una sociedad burguesa, enfatizada en Contro la Monarchia.
Al
cambiar de foco desde el punto final de la anarquía al proceso mediante el cual
alcanzarla, ya fuese que ese punto final fuese totalmente alcanzable o no, el
gradualismo anarquista pone de manifiesto la preocupación predominante de
Malatesta por los medios prácticos en la persecución de fines últimos. Su
perspectiva sobre los medios se resume en una fórmula concisa: el rechazo del
“bien por la fuerza,” como lo señala Malatesta.[1]
Esta era la raíz de la asimetría entre las tácticas de los anarquistas y aquellas
de todos los partidos que apuntaban al poder político. La finalidad de estos últimos era en últimas alcanzar la fuerza
suficiente como para poder forzar lo que ellos consideraban como bien común. En
oposición, las finalidades de los anarquistas se limitaban a esparcir el ideal
anarquista por medio de la propaganda y el ejemplo, y a remover los obstáculos
que impedían el método de la libertad. Como señaló incansablemente Malatesta,
la tarea constructiva de formar nuevas instituciones sociales era igualmente
importante que destruir las nocivas, pero esa tarea no podía ser encomendada a
los anarquistas solos, no a ningún partido o minoría, en nombre de una mayoría
pasiva. Tales instituciones podían solamente ser formadas por aquellos
directamente afectados por ellas, en tanto estuviesen moralmente equipados para
la tarea. Por ende, la anarquía podía solamente ser realizada en el grado en
que tal disposición moral se esparciera en la población. En resumen, los
anarquistas apuntaban por el bien colectivo sin apuntar a obtener la fuerza
para imponerlo. Aquí yace la diferencia con los otros partidos, y a lo que he
denominado el acertijo de la acción colectiva anarquista, que puede ser
reformulada como sigue: los anarquistas luchaban por un propósito que no podía
nunca estar completamente en ellos realizar.
Desde
esta asimetría, se sigue que lo inadecuado de los medios y la derrota eran
asuntos por supuesto a tener en cuenta. Por cierto, los anarquistas no veían la
derrota como un lastre rotundo. Había un fracaso mayor que la derrota, y este
era el abandono de los principios anarquistas. La coherencia entre medios y
fines tenía prioridad sobre el vencer. En 1914, al calor del debate entre los
anarquistas sobre la Primera Guerra Mundial, Malatesta argumentó que en
aquellas circunstancias en las que los socialistas eran impotentes de actuar
con eficacia para debilitar al Estado y a la clase capitalista, su deber era
“rechazar toda ayuda voluntaria a la causa del enemigo, y hacerse a un lado para
salvar al menos sus principios — lo que significa salvar el futuro.” En 1924,
discutiendo el terror como arma revolucionaria, argumentó: “la revolución ha de
ser defendida y desarrollada con una lógica implacable; pero no debe y no puede
ser defendida con medios que contradigan sus propios fines... Si, para vencer,
tenemos que erigir los patíbulos en la plaza pública, yo preferiría perder.” Y
en 1931 reiteró: “debemos siempre actuar como anarquistas, incluso a riesgo de
ser derrotados, renunciando así a una victoria que podría ser la victoria de
nuestras personas, pero sería la derrota de nuestras ideas.”[2]
Esta
actitud hacia la derrota no procedía de un apego dogmático a valores
abstractos, sino de la preocupación por seguir por el camino correcto. Los anarquistas
estaban ocupados no solamente de cuáles medios eran adecuados, sino más
importante de cuáles no lo eran y conducían a lugares diversos al deseado, esto
es, de las consecuencias no intencionadas de su acción. Esta preocupación
revela un lado del anarquismo que rara vez se señala, y que podría ser descrito
como su dimensión conservadora. La defensa de la coherencia entre medios y
fines, el rechazo de medios contraproducentes como el parlamentarismo, la
desconfianza por el reformismo, la aceptación de la derrota, el rechazo a la
organización formal de algunos, todos apuntan a una preocupación predominante
con no ir por la dirección equivocada. En la raíz de tal preocupación había una
aguda consciencia del asunto de la heterogonía de los fines, que había
caracterizado a los anarquistas desde los tiempos de la Internacional.
En
cuanto a la actitud general de los anarquistas hacia la derrota, el rechazo de
medios específicos se basaba en razones pragmáticas. Por ejemplo, en contraste
con el rechazo de plano a la organización normalmente atribuida a los
anarquistas, la cuestión de la organización no era sólo sobre si organizarse o
no, sino sobre la organización formal. Los anti-organizacionistas se oponían a
la conformidad con las reglas inducida por la burocracia, una cuestión cuya
importancia ha sido más tarde señalada por sociólogos como Robert K. Merton.
Merton argumenta que la adherencia a reglas requerida por la burocracia para
operar exitósamente, y originalmente concebida como un medio, se transforma en
un fin en sí mismo, en un proceso de desplazamiento de los fines, tal que la
devoción a las reglas interfiere con el logro de los propósitos de la
organización. Los anti-organizacionistas afirmaban que la estructura formal no
añade nada valioso a las ventajas de la organización, y rehuían a la
organización en el punto en que ésta generase burocracia. Aparte de eso, todos
los anarquistas sí se organizaban. La más frecuente objeción de Malatesta a los
anti-organizacionistas era que, a pesar de sus afirmaciones, cuando querían
lograr algo sí se organizaban, a veces mejor que los autoproclamados
organizacionistas. La forma más común de organización era el común denominador
entre organizacionistas y anti-organizacionistas, la red anarquista.[3]
[1] E. Malatesta, "Le bien par la force," L'Idee,
no. 7 (15 Octubre 1894), reimpreso en Le Reveil Anarchiste (Génova)
27, no. 972 (1 Mayo 1937).
[3] Robert K. Merton, "Bureaucratic Structure and
Personality," Social Forces 18, no. 4 (Mayo 1940): 562-3, reimpreso
en Social Theory and Social Structure, enlarged ed. (New York:
Macmillan, The Free Press, 1968).