8.4

Organización y oligarquía: un debate anarquista

Como el debate dos años antes de Malatesta con Merlino sobre anarquismo y parlamentarismo, el debate con Ciancabilla ofrece una oportunidad de revisar argumentos opuestos y discutir sistemáticamente las visiones de Malatesta sobre el central asunto de la organización. Fue éste objeto de la más acalorada, divisiva y duradera controversia del anarquismo italiano. El asunto fue discutido en los escritos de Malatesta por unas cuatro décadas, desde 1889 hasta 1927-30, cuando éste, el defensor de toda una vida de la organización anarquista frente a acusaciones de autoritarismo, criticó el contenido autoritario de la Plataforma, el modelo de organización anarquista defendido por Nestor Makhno y otros anarquistas rusos.
Lo crucial de la controversia entre organizacionistas y anti-organizacionistas era si los anarquistas debían organizarse en alguna forma institucional.
Como explica Ciancabilla al separarse de La Questione Sociale, los anti-organizacionistas afirmaban que un propósito “dirige espontáneamente hacia sí los esfuerzos de quienes luchan por el mismo fin, sin que esto implique la aceptación coercitiva de un programa común de lucha, que sería imposible de seguir sin mutuas concesiones y restricciones entre individuos de diversos temperamentos y modos de pensar, ver y sentir, por el bien de acatar a una mayoría”. Para ellos, “partido” significaba secta. La admisión, excomunión, y exclusivismo eran sus consecuencias fatales.1 Similarmente, Luigi Galleani, el más influyente representativo de la anti-organización, argumentaba en 1925 que “un partido político, cualquier partido político, tiene su programa, que es su carta constitucional; en asambleas de grupos representativos, tiene su parlamento; en su administración, sus planas y comités ejecutivos, tiene su gobierno.” En resumen, era “una real jerarquía, no importa cuán disfrazada, en la que todos los niveles están conectados por un solo lazo, la disciplina, que castiga las infracciones con sanciones que van desde la censura a la excomunión, a la expulsión”2
En contraste los organizacionistas defendían la creación de federaciones anarquistas. En el artículo de tres partes “L’organizzazione” de junio de 1897 su obra más extensa sobre el tema — Malatesta argumenta que era simplemente natural que los individuos que comparten un fin común “lleguen a acuerdos, reúnan sus recursos, dividan la labor, y adopten todas las medidas que se piensen probables de impulsar aquel propósito y que son la raison d'être de una organización”. En contraste, argumenta, el aislamiento significa “condenarse a sí mismo a la impotencia, a malgastar las propias energías en actos triviales e inefectivos y, muy pronto, perder el propósito y caer en la total inacción”.3 Los organizacionistas enfatizaban que su modelo de organización no tenía elemento autoritario alguno, pues nadie tenía el derecho de imponer su voluntad, o de comprometerse con resoluciones que uno no hubiese aceptado previamente. Los miembros sólo tenían el deber moral de llevar a cabo sus compromisos y de no hacer nada que contradijese el programa aceptado. Dentro de esos bordes, los miembros individuales podían expresar cualquier opinión y utilizar cualquier táctica.
La controversia se basaba en las perspectivas opuestas sobre la relación entre individuo y sociedad.
El valor fundamental de los anti-organizacionistas era la autonomía individual, la habilidad de actuar solamente en conformidad con la propia voluntad. “Aspiramos a realizar la autonomía del individuo dentro de la libertad de asociación”, escribía Galleani, “la independencia de su pensamiento, de su vida, de su desarrollo, de su destino, libre de violencia, de veleidad y de dominación de la mayoría, como también de diversas minorías”. Los anti-organizacionistas, proseguía Galleani, se referían al comunismo libertario como un modo de “hallar un ubi consistam [punto de apoyo] en el cual esta autonomía política del individuo pueda encontrar una realidad iluminada y feliz”. Obviamente eran conscientes de que la autonomía individual estaba limitada en la sociedad burguesa. Sin embargo, para ellos esta era una razón más para resguardar dicha autonomía en la esfera de la acción política. En contraste con las representaciones estereotipadas, los anti-organizacionistas no defendían ni el actuar en solamente por impulso propio ni egoísmo, es decir, por la preocupación exclusiva por su propio interés individual. Por el contrario, eran cabalmente igualitarios y defensores de la solidaridad. De igual manera, la diferencia entre anti-organizacionistas y organizacionistas no debe confundirse, como se hace con frecuencia, con diferencias más populares, como aquella entre individualistas y comunistas. Los dos anti-organizacionistas más influyentes argumentaban de otro modo: Ciancabilla afirmaba que el individualismo y el anarquismo eran términos contradictorios, mientras Galleani prefería afirmar que entre comunismo e individualismo no había contradicción; de ninguna manera, ninguno de los dos rechazaba el comunismo.4
Mientras los anti-organizacionistas ponían el énfasis en la autonomía individual, los organizacionistas consideraban la asociación como el rasgo humano fundamental. Para Malatesta, la organización era una necesidad de la vida: “organización” y “sociedad” eran casi sinónimos. El ser humano aislado era tan impotente que no podía siquiera vivir la vida de un bruto. Teniendo que unirse a otros, o tal vez hallándose ya unido como consecuencia de la evolución previa de la especie, tenía tres opciones: someterse a otros y ser un esclavo; imponer su voluntad sobre otros y ser una autoridad; o vivir en fraternal acuerdo por el bien mayor de todos, siendo así un asociado. Para Malatesta, “nadie puede escapar a esta necesidad”5 El hecho de que las instituciones presentes fuesen autoritarias no debía oscurecer el hecho de que se dirigían a necesidades sociales: “todas las instituciones que oprimen y explotan al ser humano tuvieron su origen en una necesidad real de la sociedad”.6 La sociedad anarquista era a la vez la sociedad donde la organización estaba en su máximo, y la autoridad en su mínimo. Significativamente, Malatesta añadía: “si creyésemos que la organización sin autoridad es impracticable, seríamos autoritarios, pues preferiríamos la autoridad — que coarta y entorpece la existencia — a la desorganización, que la vuelve imposible.”7 Así, para Malatesta el ser humano era inevitablemente un ser social, siempre inmerso en una red de relaciones sociales.
Sin embargo, Malatesta rehuía de visiones holísticas sobre las sociedad. Para él, existían dos modelos de sociedad, correspondientes a dos nociones de sociedad humana. Todos reconocen, afirmaba, que el ser humano necesita del ser humano, y que la sociedad es el resultado de esta necesidad. Sin embargo, algunos mantienen “que el propósito de la asociación y la cooperación entre los seres humanos es contribuir al bienestar y mejoramiento de la “sociedad”, y que el bien individual debe sacrificarse por el “bien colectivo”.” Esta visión se basaba en una analogía con organismos complejos, en la que “la función de las células de los diversos órganos se realiza al servicio del organismo completo, que él sólo tiene consciencia y es adecuadamente capaz de placer y dolor”. Dado que, en la sociedad humana, “cada individuo tiene una consciencia, mientras que no existe una consciencia colectiva, el “bien colectivo” del que hablan los mencionados teóricos significa, en la práctica, el bien de quienes dominan”. En contraste, “otros piensan que el propósito de la sociedad debe ser el bienestar y desarrollo de todos sus miembros, y por ende que todos deben tener iguales derechos e iguales medios, mientras que nadie puede obligar a otro a hacer nada contra su propia voluntad”.8 Perderse la distinción entre los planos sociológico y metodológico es fuente de confusión respecto a la visión de Malatesta. Por ejemplo, Sharif Gemie contrasta la afirmación de Bakunin de que el “individuo aislado” es una ficción y la sociedad una “realidad eterna”, con la afirmación de Malatesta de que “lo real es el ser humano, el individuo”.9 Para Gemie las dos afirmaciones son mutuamente contradictorias. Pero Malatesta mantuvo ambas: ningún individuo viviente existe fuera de la sociedad, pero “sociedad” no denota ningún todo indivisible.
Desde al valor axiomático respectivamente atribuido a la autonomía y la asociación, los anti-organizacionistas y los organizacionistas derivaron visiones opuestas respecto a la estructuras colectivas permanentes. Para los primeros, la membresía en cualquier estructura como aquellas — no importa cuán libres de coerción — significaba por definición aceptar restricciones externas sobre la autonomía, y era por lo tanto rechazada. Para los segundos, la organización era una necesidad, o simplemente un hecho de la vida, más allá de la elección individual. Lo que sí era asunto de elección era si las personas se organizaban de modo autoritario o igualitario. En concordancia con esto, daban poca consideración a la autonomía individual como valor abstracto, pues en la práctica significaba un aislamiento insostenible. En vez, apuntaban a prevenir que nadie fuese forzado a obedecer la voluntad individual de otro. Para los anti-organizacionistas, las normas externas limitaban la autonomía individual y eran por ende autoritarias. Para los organizacionistas, dichas normas eran tanto necesarias como inocuas, en tanto fuesen auto-impuestas y modificables. Tal diferencia en premisas teóricas determinó una suerte de asimetría entre las respectivas actitudes frente al debate. Los organizacionistas, para quienes la organización era una necesidad para todos, ya sea que uno lo admita o no, consideraron que el debate carecía de base, mientras los anti-organizacionistas enfatizaron la brecha entre ellos y sus oponentes y tornaron la organización en una cuestión de principios.
El asunto de la organización tuvo ramificaciones de largo alcance, concernientes en especial a la relación entre los anarquistas y los movimientos obreros: en resumen, para los anti-organizacionistas había una exclusión y discontinuidad mutuas, para los organizacionistas inclusión y continuidad. “Frente a la masa inconsciente”, argumentaba Ciancabilla, “nuestra acción de anarquistas puede ser solamente una: formar consciencias anarquistas.” Describió el proceso de volverse anarquista como un “separarse de la masa inconsciente”10 El lenguaje de Ciancabilla ilustra una perspectiva sobre la formación de consciencias anarquistas como un proceso individual, no colectivo; no gradual, sino que sucedía de una sola vez; y finalmente, como un proceso de separación de la masa inconsciente. Galleani ofrecía una idea similar cuando remarca que “el movimiento anarquista y el movimiento obrero siguen dos líneas paralelas, y se ha demostrado geométricamente que las paralelas nunca se encuentran”. No obstante, Galleani mantenía que los anarquistas debían unirse a los sindicatos “cuando lo hallemos útil para nuestra lucha y donde sea que sea posible hacerlo bajo compromisos y reservas bien definidas”.11 Su punto de vista fue encarnado en su rol principal en la huelga de la seda en Paterson de junio de 1902, que le costó una bala en el rostro y le forzó a escapar a Canadá.12 Los compromisos y reservas de Galleani fueron en gran medida compartidos por los organizacionistas. Malatesta afirmó estar “casi en completo acuerdo con Galleani” en el tema.13 Sin embargo, la postura de Galleani era primeramente instrumental. Los sindicatos eran ambientes para la propaganda anarquista, y posiblemente para la acción directa anti-capitalista, pero no se le atribuía ningún valor intrínseco a sus fines y medios, ambos considerados inconsistentes con el anarquismo.
En contraste, Malatesta observó en 1897 que los trabajadores no podrían emanciparse nunca hasta que encontraran en conjunto la fuerza moral, económica y física para vencer a su enemigo. Señaló que algunos anarquistas eran hostiles frente a toda organización que no apuntara explícitamente a la anarquía y no siguiera métodos anarquistas. Por ello, algunos se mantenían lejos de todo sindicato, o se involucraban en ellos con el fin de desorganizarlos; mientras otros admitían que uno podía unirse a sindicatos existentes, pero consideraban casi una deserción organizar nuevos. En contraste con la creencia de que cualquier fuerza organizada por menos que fines revolucionarios alejaba de la revolución, Malatesta mantenía que la lejanía de los sindicatos condenaba al anarquismo a la esterilidad perpetua. La propaganda, argumentaba, debía hacerse entre las personas, y los sindicatos ofrecían el terreno más receptivo para ello. Además, la propaganda podía solamente tener un efecto limitado, pues la consciencia anarquista rara vez podía alcanzarse de una sola vez. La organización era el medio de un trabajador de acercarse gradual y colectivamente al anarquismo a través de la consciencia de clase:

Para que se convierta en un auténtico anarquista en vez de en anarquista solo de nombre, debe comenzar a sentir la hermandad que le une a sus compañeros, aprender a cooperar con otros en la defensa de intereses compartidos y, enfrentar a los patrones y al gobierno que les defiende, apreciar que patrones y gobiernos son inútiles parásitos y que los trabajadores podrían llevar el aparato de la sociedad por sí mismos. Habiendo entendido eso, es una anarquista aunque no use el título.14

Más importante aún, el apoyo a organizaciones populares no era solamente una buena táctica, sino también una consecuencia de las ideas anarquistas, y como tal debe estar inscrita en el programa anarquista. Los partidos autoritarios estaban interesados en organizar al pueblo solamente en el grado que fuese necesario para situarse ellos en el poder, ya sea electoral o militarmente, dependiendo de las tácticas parlamentarias o militares del partido. En contraste, los anarquistas no creían en emancipar al pueblo, sino en que el pueblo se emancipe a sí mismo. Por ende, les importaba que todos los intereses y opiniones tuviesen voz en la vida colectiva a través de la organización consciente y de que tantas personas como fuese posible estuviesen acostumbradas a organizar y administrar sus intereses. “La vida social”, señalaba Malatesta, “no acepta interrupciones. Durante la revolución — o insurrección, como queramos llamarle — y en las consecuencias inmediatas, las personas deben comer y vestirse y viajar y publicar y tratar a los enfermos, etc., y estas cosas no se hacen solas.” Una vez que el gobierno y los capitalistas fuesen expulsados, esas labores recaían en los trabajadores. “¿Y cómo van a proveer los trabajadores las necesidades urgentes a menos que ya estén habituados a reunirse y lidiar en conjunto con sus intereses comunes y, en algún grado, estén listos para tomar el legado de la antigua sociedad?”15
Malatesta reconocía los riesgos autoritarios de los sindicatos. En 1897 discutió el asunto de los salarios en los emprendimientos socialistas, como los periódicos y los sindicatos, comparando las opciones de un equipo pagado versus el personal voluntario. Ilustró el riesgo de crear una clase privilegiada de empleados con los ejemplos del SPD alemán y los trade unions ingleses. Sugirió pragmáticamente el curso medio de que el equipo pagado debiese limitarse lo más posible, no ganar más de lo que se gana en la profesión regular, y en cualquier caso no más que los obreros manuales. Una propuesta similar fue renovada en 1913, cuando Malatesta añadió que el equipo ejecutivo de los sindicatos debiese cambiar con tanta frecuencia como fuese posible. Aún así, le atribuyó cada vez más importancia a la participación de los anarquistas en los sindicatos. En 1921 señaló que los anarquistas no debían simplemente participar pasivamente como trabajadores, sino también aceptar responsabilidades compatibles con sus creencias. Reconoció que este curso de acción no era inmune a riesgos de “domesticación, desviación, y corrupción”, pero también señaló que tales riesgos podían minimizarse al prescribir una línea específica de conducta, y ejercer un “continuo y mutuo control entre compañeros”. En 1923 volvió al tema de las posiciones ejecutivas de los anarquistas en los sindicatos, sugiriendo nuevamente un curso medio entre dos opciones extremas: “Creo que en general y en tiempos tranquilos sería mejor evitar esto. Sin embargo, creo que el daño y el peligro no están tanto en ocupar una posición ejecutiva — que en ciertas circunstancias podría ser útil e incluso necesario — como en perpetuarse en esa posición”.16
Finalmente, en un artículo de 1927 Malatesta trazó una línea clara entre la organización anarquista y la autoritaria en respuesta al panfleto Plataforma Organizativa de la Unión General de Anarquistas, publicado el año anterior en Francia por un grupo de anarquistas rusos exiliados, incluyendo a Nestor Makhno y Piotr Arshinov. La respuesta de Malatesta, que complementa al debate con los anti-organizacionistas y provee de una imagen más completa de su perspectiva sobre la organización, expresaba ideas sostenidas por largo tiempo que, como ocurrió a menudo, formuló a cabalidad sólo cuando surgía la necesidad de hacerlo a causa de los debates en curso en el movimiento anarquista. El principal blanco de Malatesta fue el “principio de responsabilidad colectiva” introducido por el órgano ejecutivo la Unión Anarquista recién formada, de acuerdo a la cual “toda la Unión será responsable de la actividad política y revolucionaria de cada miembro; del mismo modo, cada miembro será responsable de la actividad política y revolucionaria de la Unión como un todo”17 Si la Unión era responsable de lo que cada miembro hizo, objetaba Malatesta, ¿cómo podría permitir a los miembros individuales la libertad de aplicar el programa común como mejor les pareciera? Ser responsable de la acción de alguien implica estar en una posición de impedirla. Por ende, Malatesta, proseguía, el Comité Ejecutivo requeriría monitorear la acción de los miembros individuales y ordenarles qué hacer o no hacer. Contrariamente, ¿cómo podría un individuo aceptar la responsabilidad por las acciones de una colectividad antes de saber cuáles serían éstas y si no podría prevenir lo que desaprobara? Además, ¿qué quiere decir “la voluntad de la Unión”? Nuevamente, Malatesta rechazaba cualquier noción holística de un colectivo íntegro, sobre la base de que las decisiones finalmente vendrían siempre desde un conjunto de individuos; si éste no era el conjunto de todos los miembros, en cuyo caso se requeriría la unanimidad, necesariamente sería un grupo, ya sea una mayoría o una minoría, la que impondría su voluntad sobre los demás. Malatesta no objetaba la necesidad de la unidad, sino que, como lo había hecho en su debate de 1897 con Merlino, la aceptación ciega de un proceso de decisión coercitivo, incluso por regla de la mayoría.18
En últimas, y en contraste con las interpretaciones irracionalistas de un anarquismo despreocupado de los medios prácticos, todo el debate sobre la organización se preocupaba precisamente de la relación entre medios y fines anarquistas. Como repetía Malatesta en su crítica a la Plataforma “no es suficiente querer algo; es también necesario adoptar los medios adecuados; para llegar a determinado lugar se debe tomar el camino correcto o se termina en otro lugar”.19 Que los organizacionistas y los anti-organizacionistas compartían fines en común se entendió siempre durante el debate, que trataba sobre los mejores medios para alcanzarlos: en particular, al centrarse en los resultados posiblemente autoritarios de la organización anarquista, incluso más allá de las intenciones de sus defensores, el debate se trataba del desplazamiento de los fines. Pero, a pesar de su amplitud, el debate ha pasado en gran medida inadvertido fuera de los círculos anarquistas. Parte de la razón puede ser que el debate, como era característico en el movimiento anarquista, sucedió casi por completo en los periódicos anarquistas, limitando así en gran medida su circulación fuera del movimiento anarquista y su transmisión a la posteridad. En cualquier caso, el vulgar cliché de que los anarquistas simplemente rechazan la organización de antemano aún predomina. A la vez, muchas de las ideas debatidas entre organizacionistas y anti-organizacionistas se han vuelto moneda común en la literatura sociológica.
Esto se debe, en particular, al sociólogo alemán Robert Michels, cuyo Political Parties, de 1911, ha sido definido como “uno de los libros más influyentes del siglo veinte” y “un clásico de la ciencia social”.20 La “ley sociológica fundamental de los partidos políticos” de Michels, mejor conocida como la “ley de hierro de la oligarquía”, está claramente ligada a esta discusión: “es la organización la que da a luz a la dominación de los elegidos sobre los electores, de los mandatarios sobre los mandantes, de los delegados sobre los delegantes. Quien dice organización dice oligarquía”.21 Socialista en sus primeros años, Michels se fue desilusionando con la Social Democracia Alemana y se volcó contra el parlamentarismo. Desde 1904 en adelante desarrolló lazos intelectuales con sindicalistas y anarquistas franceses, y en 1907 obtuvo un profesorado en Italia. En resumen, Michels tuvo una relación de primera fuente con las ideas del movimiento anarquista, especialmente con el movimiento italiano.22 Reconocía que “los anarquistas fueron los primeros en insistir en las consecuencias jerárquicas y oligárquicas de la organización en partido. Su visión de los defectos de la organización es mucho más clara que la de los socialistas e incluso que la de los sindicalistas”.23 El historiador Carl Levy argumenta que Michels utilizó específicamente las ideas de Malatesta sobre la burocracia en las organizaciones obreras.24 La similitud existe, pero las observaciones de Malatesta sobre la burocracia obrera fueron empujadas con aún más fuerza por los anti-organizacionistas. En otras palabras, los argumentos de Michels reflejaban ideas que eran el común denominador de organizacionistas y anti-organizacionistas por igual. Aquellas ideas eran solamente el trasfondo de su controversia.
De hecho, los organizacionistas diferían más de Michels, porque, al contrario de los anti-organizacionistas, creían que la ley de oligarquía no era tan de hierro como afirmaba Michels. Específicamente, Malatesta y Michels divergen en su perspectiva sobre las masas.
Michels expresaba así su “convicción científica”:
la inmadurez objetiva de la masa no es un fenómeno meramente transitorio que desaparecerá con el progreso de la democratización au lendemain du socialisme. Por el contrario, ésta deriva de la naturaleza misma de las masa como masa, pues ésta, aún cuando está organizada, sufre de una incompetencia incurable para la solución de los diversos problemas que se presentan como solución — pues la masa per se es amorfa, y por ende necesita división del trabajo, especialización, y dirección.25
De esta creencia Michels derivó su rechazo al anarquismo. Citó con aprobación a Walter Borgius, quien, comentando sobre la afirmación de Johann Most de que “solo los dictatoriales y serviles podían ser sinceros oponentes del anarquismo”, señaló que “en vista de los dotes naturales de los seres humanos, parece probable que la mayoría seguirá siempre perteneciendo a uno o el otro de los dos tipos aquí caracterizados por Most”.26
En contraste, Malatesta creía que la incompetencia de las masas era curable; o, al menos, se abstuvo agnósticamente de o bien postular algún dote natural de los seres humanos, o de aventurarse a profecías históricas.


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1 “Idee e tattica [dichiarazioni dei dissidenti]”, La Questione Sociale (Paterson) 5, no. 127 (2 de septiembre de 1899).
2   Luigi Galleani, The End of Anarchism? (Orkney: Cienfuegos Press, 1982), 45.
3   “L’organizzazione”, partes 1-3, L’Agitazione (Ancona) 1, no. 13 (4 de junio de 1897); no. 14 (11 de junio de 1897); no. 15 (18 de junio de 1897).
4   Luigi Galleani, The End of Anarchism?, 35-36; “Idee e tattica [dichiarazioni dei dissidenti]”, La Questione Sociale (Paterson) 5, no. 127 (2 de septiembre de 1899).
5   “L’organizzazione”, parte I.
6   “I nostri propositi”.
7   “L’organizzazione”, parte I.
8   “Il principio di organizzazione”, La Questione Sociale (Paterson) 5, n.s., no. 5 (7 de octubre de 1899).
9   Gemie, “Counter-Community”, 352.
10   “Idee e tattica [dichiarazioni dei dissidenti]”, La Questione Sociale (Paterson) 5, no. 127 (2 de septiembre de 1899).
11   Luigi Galleani, The End of Anarchism?
12   Paul Avrich, Anarchist Portraits (Princeton: Princeton University Press, 1988), 168.
13   “”La fine dell’anarchismo” di Luigi Galleani”, Pensiero e Volontà (Roma), no.9 (1 de junio de 1926).
14   “L’organizzazione”, parte III.
15   Ibídem.
16   “Il salario nelle aziende socialiste e nelle organizzazioni operaie”, L’Agitazione (Ancona) 1, no. 13 (4 de junio de 1897); “Gli anarchici e le leghe operaie (Ancora sul sindacalismo)”, Volontà (Ancona) 1, no. 15 (20 de septiembre de 1913); “Gli anarchici nel movimiento operaio”, partes 1-3, Umanità Nova (Roma), 26-28 de octubre de 1921; “La condotta degli anarchici nel movimento sindacala (Rapporto al Congreso anarchico internazionale di Parigi del 1923)”, Fede (Roma), 30 de septiembre de 1923.
17 Dielo Trouda, La Plataforma Organizativa de los Comunistas Libertarios (n.p.: Workers Solidarity Movement, 2001)
18  Malatesta, “A Project of Anarchist Organization,” en Anarchist Revolution, 95-99; publicado originalmente como “Un progetto di organizzazione anarchica”, partes 1 y 2, Il Risveglio (Génova) 27, nos. 728-9 (1-15 de octubre de 1927).
19  Ibíd., 98
20  Seymour Martin Lipset, introducción a Political Parties: A Sociological Study of the Oligarchical Tendencies of Modern Democracy, de Robert Michels (Nueva York: The Free Press y Londres: Collier-Macmillan, 1962)
21  Michels, 365.
22  Juan José Linz, “Robert Michels and His Contribution to Political Sociology in Historical and Comparative Perspective”, en Robert Michels, Political Sociology and the Future of Democracy (New Brunswick, NJ y Londres: Transaction Publishers, 2006), 5-11.
23  Michels, 325.
24  Levy, “Malatesta in Exile”, 274.
25  Michels, 367.
26  Ibíd. 329, 370.