3.2

Londres: acción directa a escala masiva
Que Malatesta viviera en Londres, y no en Niza, desde comienzos de Agosto a comienzos de Septiembre, tiene la importante implicancia de que presenció directamente un evento extraordinario que tuvo profunda influencia en su perspectiva sobre las huelgas como armas revolucionarias: la Gran Huelga Portuaria, que tomó lugar en Londres desde el 14 de Agosto al 16 de Septiembre de 1889. Esta es en general reconocida como el comienzo del “nuevo sindicalismo” británico [new unionism], que difería del antiguo sindicalismo de oficios en su esfuerzo por alcanzar una base amplia de trabajadores no calificados y semi-calificados y por su enfoque en la acción industrial.
Este episodio ilustra otro aspecto fundamental del transnacionalismo anarquista, este es, la adquisición de experiencia amplia y de primera fuente del capitalismo avanzado y de las luchas obreras en todo el globo, en contraste con los estereotipos de retraso y separación con la realidad empírica en los anarquistas. La importancia de la Gran Huelga Portuaria para Malatesta se observa en el primer número de L 'Associazione, que contenía un artículo sobre ésta y que denota su percepción de los eventos (“A proposito di uno sciopero”).
Como resultado de una breve pero activa propaganda, relata Malatesta, los trabajadores temporales de los puertos de Londres, aproximadamente unos cincuenta mil, se organizaron en un sindicato y comenzaron la huelga, en contraste con la creencia tradicional de que la incertidumbre y la competencia inherente a su empleo les hacía no aptos para la organización. Las principales demandas de los huelguistas eran un pago por hora de seis peniques en vez de cinco peniques por día, y la abolición del sistema de subcontratos. Tan pronto como se llamó a la huelga de los temporales, todos los otros gremios ligados a la carga y descarga de cargamentos detuvieron la faena, algunos de ellos por pura simpatía. Simultáneamente, otros gremios externos a los puertos levantaron sus demandas y se fueron a huelga, llegando el número total de huelguistas a ciento ochenta mil. Los trabajadores del gas ofrecieron irse a huelga, con el prospecto, como señala L'Associazione, de que Londres quedase “en la oscuridad al caer la noche” y los hogares de los burgueses estuviesen “expuestos a graves peligros”. Ofrecimientos análogos de apoyo vinieron desde otros trabajadores. En resumen, “un gran incremento de entusiasmo, un arrebato de solidaridad, un renacimiento de la dignidad que parecía consumar una huelga general: con la producción, el transporte y los servicios públicos detenidos ¡en una ciudad de unos 5 millones de habitantes!”[1]
Malatesta estaba impresionado con el poder colectivo y la madurez desplegada por los trabajadores británicos. En el espacio de unas semanas, y contra toda expectativa, la gran masa de obreros londinenses y británicos ponían su fuerza en la cancha, alineándose en filas formidables, organizadas, y en gran medida espontáneas, de un modo sin precedentes. La autodisciplina y habilidad de los huelguistas para organizarse fue también notable. Alimentando a una población de más de medio millón, administrando donaciones y recolecciones, manteniendo la correspondencia, organizando mítines y protestas, y vigilando los intentos de los patrones por emplear esquiroles: “Todo esto, asombrosamente bien hecho por voluntarios no solicitados”. Por sobre todo, la huelga ilustró la indeterminación y la infinitud de la acción colectiva, presentando un suelo fértil para la opción revolucionaria: “Esos trabajadores poseían un amplio, a menudo instintivo, conocimiento de sus derechos y de su utilidad a la sociedad, y tenían la mentalidad combativa requerida para hacer una revolución; sintieron un vago anhelo por medidas más radicales...” La situación era tensa y estaba abierta a distintos resultados: “La ciudad estaba en alboroto, las provisiones se habían agotado en gran medida, muchas fábricas habían sido cerradas por falta de carbón o de materias primas, y con la incomodidad creciente, la irritación estaba en alza.” En suma, “un aliento de revolución social soplaba por las calles de la gran ciudad.[2]
La idea de una huelga general llegó hasta un manifiesto de “no-trabajo” lanzado por el comité luego de dos semanas de huelga, mientras los trabajadores enfrentaban una seria escasez de fondos y sin acuerdos aún a la vista. El manifiesto llamaba a todos los trabajadores de Londres a declarar la huelga el 2 de Septiembre. Sin embargo, el llamado fue retirado antes que la huelga general comenzara. Entretanto, otros desarrollos llevaron a la huelga a su conclusión. El influyente Cardenal Manning, que tenía conexiones familiares con compañías portuarias, asumió el rol de mediador. Otro evento portentoso fue la llegada inesperada de apoyo financiero sin precedentes para los huelguistas desde sindicatos australianos. Con la nueva intervención del alcalde de Londres comenzaron las negociaciones. Las demandas de los trabajadores fueron aceptadas sustancialmente el 14 de Septiembre, para ser implementadas en Noviembre. El puerto de Londres volvió a abrir el 16 de Septiembre.[3]
Para Malatesta, en una situación de fin abierto como el clímax de la huelga, el rol de las minorías conscientes era crucial para inclinar la balanza en una u otra dirección. Por eso, contrasta la conducta misma de los líderes huelguistas con un escenario insurreccional conjetural. Los líderes de la huelga eran por cierto dignos de elogios por su rol en la preparación de la huelga, pero también eran inadecuados para la posición en las que las circunstancias los habían puesto. “Enfrentados a una situación completamente nueva que había ido más allá de todo a lo que aspiraban y para la cual no tenían corazón, no pudieron lidiar con las responsabilidades incumbentes a ellos y llevar las cosas adelante,” escribió. “Y no tuvieron la modestia y la inteligencia de hacerse a un lado y dejar que las masas tomaran la iniciativa.
En contraste, si la huelga general en Londres hubiese sido alentada y no impedida, la situación se hubiese tornado crítica para la burguesía, y la revolución se hubiese presentado como una solución: “Fábricas cerradas; vías férreas, tranvías, buses, carros y cabinas en pausa; los servicios públicos cortados; los suministros de alimentos suspendidos; las noches sin luz de gas; cientos de miles de trabajadores en las calles: ¡qué situación para un grupo de personas, con ideas y una pizca de agallas!” Así Malatesta describe cómo la acción colectiva pudo haber tomado un rumbo insurreccional:

Si solo un poco de llana y clara propaganda en pro de la expropiación violenta se hubiese montado de antemano; si algunas bandas de valientes se hubiesen dispuesto a tomar y repartir alimentos, vestimenta, y otros artículos útiles que las bodegas tenían por montones, o si individuos aislados hubiesen forzado su entrada a los bancos y otras oficinas de gobierno para prenderles fuego, y otros hubiesen entrado a los hogares de la alta burguesía y alojado a las esposas e hijos ahí; y si otros le hubiesen dado su justo merecido a los más avaros burgueses y otros hubiesen puesto fuera de acción a los líderes de gobierno y a todo aquel que, en tiempos de crisis, pueda tomar su lugar, a los comandantes de la policía, los generales y todo el escalón superior del ejército, tomados por sorpresa en sus dormitorios o mientras salen de sus casas: en resumen, si solamente hubiese habido unos pocos miles de revolucionarios decididos en Londres, que es tan inmensa, entonces hoy la vasta metrópolis — y con ella, Inglaterra, Escocia, e Irlanda — estarían en una revolución.


Aunque esas cosas, concluía Malatesta, eran casi imposibles de llevar a cabo si tuviesen que planificarse y ser ordenadas previamente por un comité central, sí se facilitaban “si los revolucionarios, en acuerdo en sus propósitos y métodos, actúan junto a sus compañeros para empujar las cosas en la dirección que piensan es mejor cuando la oportunidad aparece, en vez de esperar la opinión u orden de nadie”. Un escenario como ese ilustra claramente la interacción dinámica concebida por Malatesta entre la acción espontánea del pueblo y la iniciativa de las minorías conscientes, ambas necesarias, pero ninguna de las dos suficiente para que se consume una revolución.
Las implicancias positivas de la Gran Huelga Portuaria y las tácticas del nuevo sindicalismo para Malatesta difícilmente pueden ser sobrevaloradas. Llegó a considerar las huelgas como la ruta más promisoria hacia la revolución, en contraste con cualquier otro método que los anarquistas habían practicado o contemplado hasta entonces.
Los complots y conspiraciones, argumentaba, no podían determinar agitaciones populares suficientemente amplias como para tener oportunidad de victoria. Y por el contrario, a los movimientos puramente espontáneos rara vez las autoridades les permitían durar lo suficiente como para desarrollarse en insurrecciones generales. Atrapados en este acertijo, los anarquistas tendían a llegar a la conclusión de que los movimientos políticos iniciados por la burguesía y por las guerras ofrecían las mejores oportunidades para intentar una revolución social. Sin embargo, sumadas a muchas otras limitaciones, tanto las guerras como los movimientos políticos tenían la desventaja de que su estallido no dependía de la iniciativa de los revolucionarios, y por ende depender de ellas para encender la revolución eventualmente generaba inercia y fatalismo. “Por suerte,” concluía Malatesta, “hay otras avenidas por las que la revolución puede suceder, y entre ellas nos parece que la agitación obrera en la forma de huelga es la más importante....La más lección más fructífera de todas fue la colosal huelga de los trabajadores portuarios que hace poco tiempo ocurrió en Londres.[4]
El efecto de la Gran Huelga Portuaria sobre Malatesta se fortaleció con la internacionalización de la lucha de los portuarios en los meses siguientes. La huelga no sólo disfrutó de apoyo internacional, sino que trabajadores portuarios de otros países siguieron sus pasos. El ejemplo más notables fue la huelga de los porteros de los muelles de Rotterdam, que un 27 de Septiembre de 1889 se enfrentó a una dura represión policial tras haberse extendido a unos cinco mil trabajadores. La huelga duró hasta el 10 de Octubre, cuando la demanda obrera del incremento del salario fue aceptada. Malatesta comentó la huelga de Rotterdam en el segundo número de L 'Associazione, reportando que en su transcurso los líderes socialistas neerlandeses, que se habían apresurado a Rotterdam para distender la tensión y para ofrecer su liderazgo a los trabajadores, fueron recibidos con hostilidad y fueron rechazados. Los porteros de Rotterdam, ansiosos por desterrar toda sospecha de socialismo, llegaron al punto de arrojar fuera de un mítin a un trabajador que había hablado en términos socialistas, y de vitorear por la reinante casa de Orange. Para Malatesta esta huelga era otra lección, que cuestionaba las actitudes de las minorías conscientes de tratar con condescendencia a las masas o, en el extremo opuesto, de sostener expectativas infladas sobre los instintos revolucionarios de éstas últimas (“Un altro sciopero”).
            Las luchas de los portuarios de aquellos meses entregaron amplia evidencia de que, entremedio de estos excesos dogmáticos, los movimientos de trabajadores ofrecían un amplio campo, tanto pragmático como revolucionario, para la acción anarquista. La siguiente década de Malatesta estuvo dedicada a experimentar en este campo que la Gran Huelga Portuaria había mostrado ser tan prometedor. Durante esa década, Londres fue el lugar donde vivió en su mayor parte y donde volvía desde el involucramiento revolucionario en Italia y en otras partes. 


[1] "A proposito di uno sciopero," L 'Associazione (Niza) 1, no. 1 (6 de Septiembre [recte Octubre] de 1889).
[2] Ibid.
[3] Chushichi Tsuzuki, Tom Mann, 1856-1941: The Challenges of Labour (Oxford: Clarendon Press, 1991), 61-66.
[4] "A proposito di uno sciopero," L 'Associazione (Niza) 1, no. 1 (6 de Septiembre [recte Octubre] de 1889).