1.2

Una política de acomodación racional
¿Como ha de ser evaluada la racionalidad, entonces? ¿Es su atribución un asunto de elección?
De hecho, la atribución de racionalidad a un agente no es resultado de la observación, sino una suposición metodológica a priori. Este es el rasgo clave de una teoría de interpretación que se originó en la filosofía del lenguaje y se extiendió a las ciencias sociales y la filosofía. Versiones de ella fueron abogadas con mayor notoriedad por Willard Van Orman Quine, Donald Davidson, Daniel Dennett, y Martin Hollis. La teoría sostiene que una restricción fundamental para interpretar a otra persona es concebirse a uno como agente racional. Por lo tanto, la interpretación debe proceder necesariamente de modo caritativo. La racionalidad no es meramente un rasgo empírico de un agente, sino que es constitutivo de la propia agencia.
En el corazón de esta teoría está el principio metodológico conocido como “principio de caridad.” Quine recurre a ella en relación a su tesis de la “indeterminación de la traducción”: los manuales de traducción pueden estar hechos de maneras divergentes, todas compatibles con los datos disponibles y sin embargo mutuamente incompatibles. ¿Qué criterio debiese uno preferir? Quine asevera la máxima de que “las afirmaciones asombrosamente falsas, enfrentados a ellas, es probable que se conviertan en diferencias escondidas entre idiomas,” basado en el sentido común de que “la necedad del interlocutor, después de cierto punto, es menos probable que la mala traducción.” Mientras más absurdas las creencias imputadas, más sospechosa es la traducción.[1]
El punto de partida de Davidson es que “ni el lenguaje ni el pensamiento pueden ser totalmente explicados en términos del otro, y ninguno tiene prioridad conceptual.” Análogo a la traducción radical de Quine, Davidson discute la “interpretación radical,” en la que “debemos entregar simultáneamente una teoría de la creencia y una teoría del significado.” Atribuir pensamientos y actos irracionales a un agente es posible, pero ello impone una carga a tales atribuciones. “Si vemos a un hombre tirando de ambos extremos de una cuerda, podríamos decidir que está luchando contra sí mismo, que quiere mover la cuerda en direcciones incompatibles. Una explicación como tal requeriría elaborar un respaldo. No surge problema alguno si la explicación es que quiere romper la cuerda.”
La clave de Davidson para identificar simultáneamente los significados, las creencias, y evaluar actitudes, o deseos, de un agente es el principio de caridad, o, en la reformulación de Davidson, una “política de acomodación racional”: “Esta política nos llama a adecuar nuestras propias proposiciones... a las palabras y actitudes de la otra persona de modo tal de representar su hablar y otras conductas de modo inteligible. Esto necesariamente requiere que veamos a los demás tanto como a nosotros mismos en cuanto a coherencia y precisión  generales.” Davidson pone énfasis en que su política no es una de muchas políticas exitosas posibles. Sino, “es la única política disponible si queremos entender a otras personas.” Ella expresa el hecho de que las criaturas con pensamientos, valores, y habla deben ser racionales, son necesariamente habitantes del mismo mundo objetivo que nosotros mismos, y necesariamente comparten sus valores principales con nosotros. Esto no es un accidente afortunado, sino “algo incorporado en los conceptos de creencia, deseo, y significado.”[2]
El principio de caridad provee del criterio que guiará la presente obra en busca de las ‘buenas’ razones del anarquismo.
Como explica Davidson, el proceso es de un construir una teoría viable de deseos y creencias desde conductas abiertas a la observación, i.e. acciones emprendidas, tal como una teoría de significado y creencia es construida desde la conducta lingüística, i.e. las afirmaciones tenidas como verdaderas. El entendimiento clave de Davidson es que, para cualquier constelación de creencias y deseos que racionalicen una acción o muestra de acciones, es siempre posible hallar una constelación bastante distinta que lo hará también. El único modo para que un observador atribuya deseos, creencias, y significados a un actor, en base a sus acciones y aseveraciones, es asumir la concordancia general sobre las creencias. El método no está diseñado para eliminar el desacuerdo, sino, su propósito es hacer posible el desacuerdo significativo. Así Davidson pone el asunto concisamente: “todas las criaturas pensantes suscriben a mis estándares o normas básicas de racionalidad.” Aunque esto pueda sonar autoritario, se trata de no más que esto: “es una condición del tener pensamientos, juicios e intenciones que los estándares básicos de la racionalidad tengan aplicación.”
Adoptar el principio de caridad no es asunto de benevolencia o indulgencia hacia los actores. Sino que, procede del reconocimiento de que “cada interpretación y atribución de actitud es un movimiento dentro de una teoría holística, una teoría necesariamente gobernada por la preocupación por la consistencia y la coherencia general con la verdad.” En concordancia, “la caridad no es una opción, sino una condición para tener una teoría trabajable”; “nos es forzada; sea que nos guste o no, si queremos entender a otros, debemos considerarlos como en lo cierto en la mayoría de los asuntos.”[3]
La política filosófica guía de Davidson según la cual debemos, tanto como sea posible, asignar a las sentencias del hablante “condiciones de verdad que en realidad obtienen (en nuestra opinión) justo cuando el hablante sostiene esas sentencias como ciertas,” parece ir en la misma dirección que la metodología que el sociólogo francés Raymond Boudon defiende para las ciencias sociales.
La “teoría cognitivista de la acción” de Boudon está basada en la sociología interpretativa de Max Weber, que asigna al análisis sociológico la finalidad de reconstruir la conducta individual de modo de tornarla significativa y no interpretarla, excepto como último recurso, como el efecto de fuerzas irracionales. Para Boudon, la conducta observada es con frecuencia irracional solo en términos de la situación del observador, donde la racionalidad o irracionalidad ha de ser determinada en relación a la conducta del actor. Así, él rechaza las explicaciones en términos de “alienación,” “el peso de la tradición,” “resistencia al cambio,” “consciencia falsa,” etc.
El axioma fundamental de Boudon es que la conducta es gobernada por razones. Hace énfasis en que los actores sociales están socialmente situados: las razones pueden ser objetivamente debatibles, y no obstante ser percibidas como buenas y convincentes por los actores. Esta idea cambia el foco de explicar la conducta y la creencia desde un hallar causas a un hallar razones. El modelo de Boudon pertenece a la familia de teorías racionales de creencias axiológicas, en contraste a teorías “causalistas,” de acuerdo a las cuales tales creencias serían producidas en la mente de los sujetos sociales por causas biológicas, psicológicas, o sociales. En vez, las teorías racionales suponen que los sujetos sostienen tales creencias porque tienen fuertes razones para así hacerlo.
En resumen, tanto Davidson como Boudon nos urgen a interpretar los patrones de conducta individual con tanto significado como sea posible, y con la irracionalidad como último recurso. Nociones tales como mentalidad “primitiva” o “pre-lógica” no tienen lugar en ninguno de los dos marcos teóricos. Al mismo tiempo, tanto Boudon como Davidson ponen énfasis en el carácter metodológico, en vez de ontológico, de su suposición de racionalidad.
Es claro que mucha de la historiografía del anarquismo parece haber ido en la dirección opuesta a una política de acomodación racional. En contraste con el énfasis de Davidson sobre la interconexión holística de creencias con deseos y el mundo, y su guía metodológica de maximizar, u optimizar, la consistencia y coherencia general con la verdad, muchos de los análisis del anarquismo previamente ilustrados utilizan patrones de explicación que, en un momento u otro, introducen alguna forma de separación con la realidad empírica, inconsistencia interna, o creencias inconsecuentes. Absurdo, contradicciones, inconsistencias, e imposibilidad práctica son explícitamente invocados por Horowitz y Joll. Para Carr, los anarquistas se acercaron a la auto-destrucción. La noción de una mentalidad primitiva es central a la tesis milenarista, para la cual los anarquistas estaban en gran medida despreocupados de la realidad empírica.
En cuanto a autores que tienen una mirada positiva sobre el anarquismo, a menudo la tienen al costo de divorciar la práctica cotidiana de los anarquistas de sus fines a largo plazo, o cuestionando la rigurosidad de sus creencias anarquistas. Mientas la caridad, como remarca Karsten Stueber, es “un principio que constriñe el proceso interpretativo globalmente y no localmente,” en tales libros la racionalidad se halla localmente, no globalmente, en las creencias de los anarquistas. Así, para Nelson, los anarquistas de Chicago no son mejor comprendidos como anarquistas; para Lear, los anarquistas de Ciudad de México no apuntaban realmente a derrocar el capitalismo; para Thomas, los anarquistas británicos eran efectivos en tanto perdían su típico imposibilismo anarquista; para Sonn y Varias, la atracción del anarquismo francés venía de su ineptitud misma. En muchos casos, relatos débiles desde el punto de vista de la acomodación racional son complementados con explicaciones causalistas en términos de retraso, alienación, radicalización, polarización, etc.
La caridad, en el sentido de un acercamiento metodológico riguroso apuntado a la comprensión adecuada, es tremendamente carente en la historiografía del anarquismo. Mientras mayor la soltura con que se hacen tales afirmaciones, como las de Zagorin sobre la estupidez de los anarquistas, más le hablan a la “monumental inefectividad” de la historiografía que representan.[4]
Un acercamiento caritativo evita tanto el relativismo como el egocentrismo dogmático de parte del observador. Por cierto, los anarquistas han de ser entendidos en sus propios términos. Sus actos han de estar relacionados a sus propios deseos, creencias, y su propia percepción del mundo. Así, Davidson pone énfasis en el requerimiento de la consistencia en la interpretación de la conducta de un actor, y Boudon hace énfasis en que el actor está situado. Al mismo tiempo, sin embargo, interpretar la conducta de un actor en sus propios términos puede solo significar acomodar tanto como sea posible su interpretación al propio estándar de racionalidad del observador. Así es cómo el enlace entre las creencias y deseos del actor y el mundo es retenido.
  Así, hacer sentido del anarquismo en sus propios términos no significa comprometerse con un “giro lingüístico,” donde una supuesta “concepción no-referencial del lenguaje” se aplique al tema de uno, como  Gareth Stedman Jones sostiene que hizo en su estudio del Cartismo, para liberar su política de las “suposiciones a priori de los historiadores respecto a su significado social.” Para Jones, su método significó “explorar la relación sistemática entre términos y proposiciones dentro del lenguaje en vez de establecer proposiciones particulares en relación directa con una realidad experiencial putativa de la que ellas asumían ser la expresión.”
Valioso e innovador como es el estudio de Jones sobre el Cartismo, su valor no yace en el método supuestamente utilizado, que es simplemente insostenible. Los arqueólogos pudieron haber estudiado cualquier número de inscripciones en el lenguaje jeroglífico por cualquier duración de tiempo de modo no referencial, pero fue solamente el descubrimiento de la Piedra de Rosetta, un transcrito en jeroglífico, demótico, y griego, lo que le dio a Jean-Franyois Champollion las anclas referenciales que le permitieron descifrar el código y encontrar la clave que hizo posible que los textos del Antiguo Egipto fueran leídos nuevamente después de catorce siglos, abriendo así la puerta a toda la civilización egipcia.
Como señala Martin Hollis, al describir el trabajo del antropólogo en su comprensión de frases nativas, “para traducirlas, digamos, al inglés, necesita relacionar algunas de ellas con el mundo, ya que, al relacionar una frase con otras él no aprende lo que significa, a menos que ya sepa qué significan las otras. En últimas, entonces, necesita una clase de frases cuyas situaciones de uso pueda especificar,” esto es, un conjunto cabecera de puente de frases “para las que su especificación y la de sus informantes coincidan”
Comprender el anarquismo en sus propio términos significa que cuando lo entendemos en términos  que parecen raros o irracionales, es nuestro entendimiento lo primero que debe cuestionarse. La apariencia de rareza o irracionalidad es probablemente evidencia de que estamos usando un manual de traducción fallido, no de que los anarquistas sean irracionales.  Esta es la esencia del principio de caridad. Debemos ciertamente comprender el lenguaje del anarquismo, y es por cierto útil, como afirma Jones, mapear “lenguajes sucesivos del  radicalismo, liberalismo, socialismo, etc., tanto en relación a los lenguajes políticos que éstos van reemplazando como en relación a lenguajes políticos rivales y con los que están en conflicto.” Sin embargo, hacer sentido del anarquismo, como en todo movimiento, significa en últimas interpretarlo en términos que comprendamos. Necesitamos hallar un manual de traducción. Las traducciones deben estar basadas en la atribución de racionalidad, y por ende deben formar un todo coherente tanto como sea posible. Al mismo tiempo nos deben hacer sentido a nosotros: deben ser interpretados en nuestros propios términos, que por cierto son referenciales, en tanto se relacionan con nuestra propia experiencia del mundo externo.[5]
De hecho, la historiografía del anarquismo puede que requiera una versión aún más fuerte del principio de caridad que la de Davidson. Su discusión concierne a cómo las creencias y las actitudes evaluativas se han de relacionar con la conducta abierta, a la que el observador tiene acceso directo. Sin embargo, los historiadores en general, al lidiar con el pasado, no tienen la oportunidad de interrogar directamente a los actores. El problema es aún más serio en el caso del anarquismo, ya que la conducta de los anarquistas difícilmente era abierta y directamente accesible, incluso a los observadores contemporáneos.
Sobre este tema, la discusión de E. P. Thompson sobre las fuentes respecto al movimiento Luddita es particularmente relevante e iluminador. Thompson llama al Luddismo “la sociedad opaca,” y destaca que todo intento por explicar sus actos se enfrenta a dificultades en la interpretación de las fuentes, que son inusualmente nubladas por la parcialidad. Primero, estaba la consciente parcialidad de las autoridades, que necesitaba conspiradores para justificar la continuación de la legislación represiva.  El mito de que todos los reformadores eran conspiradores necesariamente condujo a los reformadores a formas oscuras y secretas de actividad. Para poder penetrar en las actividades subterráneas, las autoridades usaron espías e informantes a una escala sin precedentes. Mientras más alarmistas eran los reportes del informante, más lucrativo era su oficio. Esta fue la segunda forma de parcialidad. Finalmente, ‘la tercera gran razón de por qué las fuentes son nubosas “es que los trabajadores querían que así fuera.” Para Thompson, “si hubo un subterráneo en aquellos años, por su naturaleza misma no habría dejado evidencia escrita.”[6]
En muchos aspectos, el anarquismo presenta la misma opacidad atribuida por Thompson al Luddismo: la escasez o infiabilidad de fuentes y el carácter engañoso de la evidencia no es accidental, sino inherente a la naturaleza del movimiento mismo. Este punto ha sido reconocido por historiadores del anarquismo, quienes lo han evitado en vez de enfrentarlo. Por ejemplo, Sharif Gemie motiva una aproximación contra-comunitaria señalando al rompecabezas de la organización anarquista: la membresía parecía fluctuar continuamente, elevándose en tiempos de lucha social y cayendo dramáticamente en tiempos de represión, mientras que el carácter secreto o semi-ilegal de las organizaciones anarquistas les impedían generar fuentes históricas que ayudarían a hacer sentido del rompecabezas. De igual modo, George Esenwein justifica su estudio sobre la dimensión ideológica del anarquismo español por la disponibilidad de fuentes, en contraste con la falta de fuentes confiables respecto al activismo anarquista. Jerome Mintz relata cómo su campo de investigación sobre un episodio insurreccional en España tuvo que confrontar los esfuerzos intencionales de los actores anarquistas por
desviar a los observadores, incluso décadas después de los eventos investigados. Todo estudio de la acción anarquista debe comenzar por reconocer tales dificultades inherentes, que vuelven críticas la detección de continuidad y de organización sostenida.
La continuidad y la organización sostenida pueden también ser oscurecidas por el ámbito de análisis del historiador. En su libro The Many-Headed Hydra, Peter Linebaugh y Markus Rediker relatan la historia perdida de la resistencia proletaria al ascenso del capitalismo en torno al Atlántico, y afirman que su invisibilidad histórica no se debe sólo a la represión, sino también ‘a la violencia de abstracción en la escritura de la historia’, que ha sido cautiva de la nación-estado como marco incuestionable de análisis. La misma afirmación puede hacerse sobre el anarquismo.
La historia del anarquismo parece con frecuencia seguir un patrón cíclico de avances y retiradas, con estallidos de revuelta seguidos por períodos de quietud y luego resurgimientos. Por ejemplo, E. J. Hobsbawm resume así 60 años de anarquismo andaluz en un párrafo: ‘El movimiento colapsó a fines de la década de 1870... revivió a fines de la década de 1880, para colapsar nuevamente... En 1892 hubo otro estallido... A comienzos de la década de 1900 ocurrió otra resurrección... Tras otro período de quietud el más grande de los movimientos de masas hasta ahora registrados se detonó, se dice, por las noticias de la Revolución Rusa... La República (1931–36) vio el último de las grandes resurrecciones...’. Nunzio Pernicone, mientras rechaza la tesis milenarista de Hobsbawm, identifica similarmente los períodos de resurgimiento del anarquismo italiano en los años 1884–85, 1889–91, 1892–94, y 1897–98, y comenta: ‘Como si el movimiento estuviese atrapado en un círculo vicioso de avance y retirada, toda resurrección anarquista gatilló o coincidió con una nueva ola de represión gubernamental... que erradicó todo lo que se había logrado...’
Así sigue el patrón de los movimientos anarquistas que parecen desaparecer en la ola de arrestos, exilios, cierre de periódicos, y desmembramiento de grupos tras el comienzo de cada lucha, para reaparecer sólo años después en un nuevo ciclo de agitaciones. Este modelo fomenta las interpretaciones que identifican la discontinuidad, el espontaneísmo, y la falta de organización como rasgos prominentes de los movimientos anarquistas, pero falla en explicar qué les hizo durar. ¿Puede ser que las aparentes apariciones y desapariciones de los movimientos anarquistas sean culpa del historiador, y no de los movimientos? Es deber de los historiadores caritativos cuestionar los análisis de ámbito nacional, e investigar si es que aparentes entradas y salidas de un movimiento anarquista en la escena de su país puede no corresponder a cambios de iniciativa entre los segmentos nacionales y trasnacionales del movimiento.
            En suma, en vez de sólo requerir que la interpretación de creencias y actitudes evaluativas se acomode tan racionalmente como sea posible a la evidencia disponible, lo que puede que se requiera es cuestionar esa misma evidencia, cuando sólo parecen disponibles interpretaciones irracionalistas. En resumen, la guía  metodológica que dicta la acomodación racional es que cuando los anarquistas parecen ser irracionales, es la apariencia lo que debe cuestionarse primero. A este respecto, la racionalidad anarquista, en vez de ser una aseveración empírica a ser demostrada, se convierte no sólo en un principio metodológico de interpretación, sino también en un principio heurístico, a ser utilizado en el intento de atravesar esta apariencia engañosa de la acción anarquista. Utilizando el principio de caridad para examinar qué parece superficialmente simple y raro, se puede descubrir una realidad más compleja y racional subyacente.



[1] Willard Van Orman Quine, Word and Object (Cambridge, Massachusetts: The MIT Press, 1960; reprint, 1997),26-28,57-59,69.
[2] Donald Davidson, Inquiries into Truth and Interpretation, 2d ed. (Oxford: Clarendon Press, 2001), 144, 156, 159-160; Donald Davidson, Problems of Rationality (Oxford: Clarendon Press, 2004), 23-24.
[3] Donald Davidson, "Radical Interpretation," "Thought and Talk," "On the Very Idea of a Conceptual Scheme," y "The Method of Truth in Metaphysics," en Inquiries, 136, 154, 158-160, 196-7,200; Donald Davidson, "Incoherence and Irrationality," en Problems of Rationality, 195-6.
[4] Karsten R. Stueber, Understanding Other Minds and the Problem of Rationality, en Empathy and Agency, ed. Hans Herbert Kogler y Karsten R. Stueber (Boulder, Colo.: Westview Press, 2000), 151; Perez Zagorin, reseña del libro The Anarchists por James Joll, The Journal of Modern History 38, no. 4 (Diciembre 1966): 441.
[5] Gareth Stedman Jones, introducción a Languages of Class: Studies in English Working Class History, 1832-1982 (Cambridge University Press, 1983), 21-22; Robert Sole y Dominique Valbelle, The Rosetta Stone (London: Profile Books, 2001); Martin Hollis, ''The Limits ofIrrationality," Archives Europeennes de Sociologie 7 (1967), reimpreso en Rationality, ed. Bryan R. Wilson (Oxford: Basil Blackwell, 1977), 214.
[6] Thompson, Making of the English Working Class, 529-542.