La
historiografía y la irracionalidad del anarquismo
Esta percepción desde el sentido común es en gran medida compartida por
la historiografía del anarquismo, que tiende a considerar al movimiento como
inherentemente fallido. En consecuencia, la mayor parte de la historiografía del
anarquismo puede sintetizarse en una afirmación: los anarquistas eran fracasados
y lo eran necesariamente. El anarquismo es descrito a su vez como una ideología
muerta, moribunda, o condenada, dependiendo del tramo cronológico en cuestión, y la labor
del historiador se vuelve entonces explicar por qué no podría ser de otro modo.
La historiografía marxista
ha seguido un patrón de análisis establecido por el mismo Marx, quien consideraba
al anarquismo como una forma de sectarismo perteneciente a una etapa temprana del
desarrollo del proletariado. Su juicio, hecho
antes que el anarquismo hubiese nacido siquiera como movimiento, se ha vuelto
el patrón estándar de los análisis marxistas sobre el desarrollo del movimiento
durante los setenta años siguientes — circunstancia paradójica, si se
considera que, una supuesta piedra angular del marxismo es que está basado en la
observación empírica, y no en la teoría abstracta. En la teoría marxista, esta
condena se expresa en la forma de un retraso, y una obsolescencia, históricos. Así, bajo ese
patrón de análisis, el anarquismo se encuentra siempre en el lado perdedor de la
marcha de la historia. Por ello, la narración típica y dominante ha versado sobre el “final”, la “muerte”, o la “liquidación” del anarquismo.
Italia es un buen ejemplo.
Richard Hostetter ubica la “liquidación ideológica” del anarquismo italiano
entre 1879 y 1882. Para Elio Conti, el movimiento internacionalista italiano,
que era marcadamente anarquista, murió en 1885. Sin embargo, añade, el
anarquismo siguió deambulando endémicamente por las clases más bajas. Para
Luciano Cafagna, quien estudia el socialismo en Roma desde 1882 a 1891, el
apogeo del anarquismo terminó en 1891, pero los anarquistas “legaron muchas de
sus debilidades al movimiento de trabajadores romano por largo tiempo.” Una
nota al pie de página explica que la referencia es a la secuela de la Segunda
Guerra Mundial. Franco Della Peruta, cuyo tema es el socialismo en Roma en
1872-1877, ubica la liquidación del anarquismo en 1877, aunque los anarquistas tuvieron
un renacer en 1889-1891. Para Enzo Santarelli, el desarrollo postergado de
Italia explica por qué una “engorrosa corriente del socialismo utópico” pudo sobrevivir aún bien pasado el año 1914. En resumen, así es el patrón marxista: cual sea
el período en cuestión, tras un estallido efímero de actividad el anarquismo
sucumbe a la marcha de la historia justo al final de aquel período,
subsistiendo después por un tiempo indefinido, aún si con frecuencia hubiese exhibido una vitalidad sorprendente en su lucha con la muerte.[1]
El juicio de la
historiografía liberal está teñido de condescendencia. Un primer obituario fue publicado
en 1911 por Ernest Alfred Vizetelly, quien reconocía que el anarquismo merecía
simpatía, pero clamaba que sus excesos le destinaron a un final infructuoso, de
acuerdo a la ley de que “las teorías extremistas nunca aseguran un triunfo con alguna permanencia.” Aproximadamente medio siglo después, George Woodcock establece
la muerte del anarquismo en 1939. El fracaso era irrevocable, argumentó, pues las causas perdidas puede que sean
las mejores, pero una vez perdidas nunca se vuelven a ganar. Aún así, la idea
anarquista siguió viviendo, pues “las ideas no envejecen.” En espíritu similar,
Irving Louis Horowitz argumenta que criticar al anarquismo por ser
políticamente impracticable no le hace justicia. Para él, “no cabe duda que el anarquismo estaba destinado al fracaso,” pues era un punto de vista
absurdo. Sin embargo, “sus absurdos y deficiencias” procedían no sólo de
la postura anarquista, sino también del modo de vida en el siglo veinte: “los
anarquistas son una estirpe romántica y absurda que no puede, por suerte, aceptar
algunos de los excesos opresivos de la civilización.” Finalmente, James Joll remarcó en 1979 que los últimos ciento cincuenta años han ilustrado la
inconsistencia del anarquismo y la imposibilidad de ponerlo en práctica. Sin
embargo Joll también concede que el anarquismo ha presentado una amenaza
constante a la complacencia burguesa, concluyendo: “Ha habido algunos períodos
en la historia humana en que hemos necesitado esto más de lo que lo necesitamos
hoy.” En suma, y en contraste con la historiografía marxista, que se apresura a
repicar las campanas por el anarquismo, la historiografía liberal le desea
larga vida como movimiento permanentemente infructuoso.[2]
La obsolescencia y la
irracionalidad como destino del anarquismo se combinan en el análisis
influyente de Eric J. Hobsbawm, en Rebeldes Primitivos, escrito en 1959. Hobsbawm interpreta el anarquismo como un
movimiento milenarista, caracterizado por “un rechazo total al malvado mundo presente; una ideología estandarizada quiliasta”; y “una vaguedad fundamental
respecto al modo real en que la nueva sociedad se hará efectiva.” El
revolucionsimo abstracto y la despreocupación por la política práctica
significaban, para Hobsbawm, que el anarquismo es no solo irracional, sino
también inmutable. Como lo nota Jerome Mintz, en el libro de Hobsbawm las
“actitudes y creencias [anarquistas] de 1903–5, 1918–20, 1933, y 1936 se
amontonan o se consideran intercambiables.” A su vez, esta inmutabilidad es la
base para que Hobsbawm extienda su veredicto desde el pasado al futuro,
concluyendo que el anarquismo, siendo “una forma de movimiento campesino casi
incapaz de adaptación efectiva a las condiciones modernas,” tenía una historia de fracaso sin descanso y estaba
destinado a desaparecer de los libros junto a los profetas que, “aunque no
estaban desarmados, no sabían qué hacer con sus armas, y fueron vencidos por
siempre.”[3]
En resumen, la
interpretación historiográfica del anarquismo brota esencialmente de la misma
atribución de irracionalidad que parece dictar el sentido común.
Considerar la tradición
anarquista como racional, sin embargo, no es simplemente asunto de
reemplazar un análisis despectivo por uno simpático, o de incluso uno que abiertamente
abogue por el anarquismo. De hecho, tras los eventos de 1968 y el advenimiento de
la “nueva historia social”, un renovado interés en el anarquismo generó una
serie de obras que hicieron justamente eso, enfatizar la adaptabilidad
anarquista a las condiciones cambiantes, en parte en reacción a las
interpretaciones milenaristas tipo Hobsbawm. Sin embargo la atribución de
irracionalidad no había desaparecido, apareciendo en formas menos toscas pero
igualmente serias. Por ejemplo, el enciclopédico Demanding the Impossible de Peter Marshall argumenta
apasionadamente a favor del anarquismo, luchando por rectificar concepciones
erradas, como su asociación con el terrorismo. Mas, guiado por tales
preocupaciones, su discusión sobre la violencia anarquista termina corroborando
unas cuantas piezas de resistencia del
estereotipo irracional, como cuando remarca que “en su modo más violento, sus actos
no han ido mucho más allá de armar barricadas o entrar a un pueblo armados de
armas rudimentarias,” tal como lo haría el estereotipo milenarista.
En el mismo espíritu de la
historia social, algunos autores han estudiado la relación entre el anarquismo
y los movimientos obreros, centrándose no en “los árboles”, el liderazgo anarquista,
sino en “el bosque”, el movimiento y su cultura, lo cual incorpora la
ideología real del movimiento. Han identificado la esencia real de aquella
cultura en tradiciones más antiguas de republicanismo o liberalismo “popular”, considerando
al anarquismo como un catalizador, una pieza clave en la emergencia de
movimientos obreros con una poderosa voz en asuntos nacionales. Este, han
argumentado, es el legado positivo y real del anarquismo.[4]
Una corriente de
investigación relacionada se ha enfocado en la idea de contra-cultura
anarquista. Estos historiadores han retratado al anarquismo como involucrado en
conflictos políticos y culturales con sus sociedades nacionales. Han enfatizado
la habilidad de los anarquistas de adaptar sus ideas para adecuarse a las
realidades de sus países y de impactar en una cultura política más amplia. Es
así que han argumentado a favor del realismo, pragmatismo, y efectividad de la
acción anarquista, en contraste con el carácter idealista, purista, e
imposibilista de su ideología proclamada.[5]
La movida desde el terreno
institucional al cultural es aún más marcado en algunos historiadores del
anarquismo francés, que afirman que la subcultura
anarquista, con su diversidad, fue capaz de interpretar con efectividad la
mentalidad parisina de clase baja, de atraer a artistas de vanguardia, y de
tratar preocupaciones culturales centrales en la vida parisina. Sin embargo,
han afirmado, el fermento y diversidad cultural estaban en relación inversa a
la capacidad de los anarquistas de organizarse y promover sus fines.[6]
En su diversidad, todas
estas obras comparten un rasgo en común: tienden a poner énfasis en el realismo
del anarquismo, su habilidad de lidiar con los asuntos aquí y ahora, y en
últimas su efectividad. Sin embargo, la efectividad aquí no es medida por las
finalidades de los anarquistas, sino en oposición a ellas. Para los movimientos
obreros, así como para las contra-culturas estudiadas por estos autores, los
fines anarquistas eran finalmente una carga. Como tales, nos dicen, o bien eran
práctica o incluso nominalmente descartados por los trabajadores, o
eventualmente se volvieron un obstáculo engorroso. El realismo, la
flexibilidad, la conveniencia, y la efectividad son considerados incompatibles
con los fines anarquistas, que son vistos como sinónimo de terquedad, purismo,
e imposibilismo. Similarmente, la diversidad anarquista, que permitía a los
anarquistas lidiar con asuntos corrientes y estar a tono con la cultura de su
tiempo, fue además la razón que les impidió perseguir con éxito sus fines.
Desde la perspectiva de la
racionalidad, en el sentido de coherencia entre deseos, creencias, y conducta,
quienes comparten el juicio de Hobsbawm de “inefectividad monumental,” y
quienes buscan rescatar al anarquismo de esa acusación, son dos lados de la misma
moneda irracional, encarnados por la noción compartida del anarquismo como un
fracaso necesario, o como un movimiento permanentemente infructuoso. Los primeros
enfatizan lo inadecuado y fútil de los medios anarquistas en la
persecución de los fines declarados de los actores, apuntando que, fines tan
altisonantes requerirían de un nivel mucho mayor de organización y
movilización que el demostrado en los destellos de rabia cíclicos, espontáneos,
y mal-equipados típicos del anarquismo. Los segundos apuntan la contribución positiva
de los anarquistas a asuntos sociales y la adaptabilidad y efectividad de sus
medios. Sin embargo, todo esto se juzga con una vara distinta a los fines señalados por los actores, los que a su vez tienden a ser considerados, letra
muerta en el mejor caso, o peso muerto en el peor. En cualquiera de los dos casos, la
comprensión racional de cómo los anarquistas seleccionaban sus medios a la luz
de sus fines es insuficiente. De un modo u otro, se hace sentido del
anarquismo introduciendo un elemento de rareza, inconsecuencia, o
irracionalidad en algún momento del proceso, ya sea en la forma de propósitos
imposibles, de medios fútiles, o de creencias absurdas.
Desde la perspectiva de la
racionalidad, es irrelevante si la contribución positiva de un movimiento es
apreciada, o si — como señaló Raymond Carr en una reseña de un libro sobre el anarquismo
español significativamente titulado “Todo o Nada” — un movimiento es
considerado “en gran medida un desastre, tanto para el movimiento de
trabajadores como para la democracia en España.” El asunto aquí no es si es que
el anarquismo fue un desastre, sino que su estimación como un desastre es una
declaración evaluativa que requiere de la suposición de un conjunto de valores
o metas respecto a las que esto se establece. ¿Los valores y metas de quién han
de ser escogidos? El anarquismo puede haber sido un desastre para la
“democracia en España,” como sostiene Carr, pero ciertamente los anarquistas no
pretendieron ser benéficos para la democracia, a menos que uno use el término
con la suficiente amplitud como para incluir a la anarquía. E incluso respecto
a los trabajadores, se requiere saber qué es lo bueno para ellos, para así
establecer si es que el anarquismo fue un desastre, y lo que es bueno para
ellos no es un asunto que pueda ser establecido por análisis histórico.[7]
De modo similar, el asunto
de la racionalidad es distinto del de la efectividad, aún respecto a los fines. El fracaso en lograr el fin no necesariamente implica
irracionalidad. Pueden existir situaciones en las que se actúe racionalmente,
pero que ello sea inefectivo por razones externas al propio control. ¿No podría la
mayoría ser irracional? Rechazar a priori
esta opción requiere de la suposición de que la racionalidad está siempre del
lado de la mayoría, del más fuerte, y en últimas, del ganador. En la década de
1920, los defensores italianos de la democracia liberal fueron ciertamente inefectivos contra el fascismo. No obstante, sería extraño afirmar ipso facto que eran irracionales. Que el
anarquismo no fue efectivo es una obviedad, ya que no ha podido alcanzar sus
fines. Sin embargo, una cosa es atribuir esa falta de efectividad a factores
exógenos o circunstancias abrumadoras, y otra es atribuirla a factores
endógenos, o a fallas inherentes e inexorables. Como lo ilustra la aseveración de
Hobsbawm, la diferencia es que la segunda postura implica salirse del pasado para ir hacia el futuro, que aún no está escrito, y por lo tanto no es el lugar del historiador, a pesar del establecido hábito de profetizar sobre el
anarquismo.
De cualquier forma,
justificada o no, la atribución de irracionalidad tiene un impacto negativo
sobre cómo los historiadores del anarquismo proceden en su trabajo.
Una anécdota puede ayudar a
ilustrar esto. En un estudio voluminoso de Italia durante la Primera Guerra
Mundial y el fascismo, el historiador autoridad italiano Nicola Tranfaglia
analiza el apoyo popular del que disfrutó la guerra colonial de Mussolini en
Etiopía en 1935. Destaca que ilustres miembros del Parlamento, tales como el
filósofo Benedetto Croce, donaron oro en apoyo a la guerra, e incluso el
anarquista Errico Malatesta y otros antiguos representantes de la extrema
izquierda apoyaron la guerra, “modificando así radicalmente su juicio sobre el
régimen fascista.” En la encrucijada entre cuestionar o usar la evidencia de
una figura líder del anarquismo internacional extrañamente convertido en
partidario de la guerra colonial y el fascismo, Tranfaglia rápidamente toma el
segundo camino. Así, la nueva postura de Malatesta es exhibida como la última
instancia de “una larga tradición político-cultural,” corroborando
espectacularmente la tesis de Tranfaglia: “despertar los más profundos
sentimientos del pueblo italiano e identificar el honor nacional con la
redención de su inferioridad colonial fue el mayor éxito de Mussolini y el
punto más alto obtenido en su régimen.” [8]
Desafortunadamente, en 1935 Errico Malatesta había estado muerto por tres años.
El partidario de Mussolini era un tocayo no-anarquista.
Esta metida de pata es un
caso extremo pero paradigmático. La inclinación a aceptar la rareza anarquista
como plausible y no-problemática, en vez de cuestionarla, es común, y ha
viciado la historiografía del anarquismo desde el nivel base de la precisión
de los hechos hasta la explicación histórica. La atribución de irracionalidad
es un atajo que fomenta explicaciones facilistas en lugar de hacer sentido del
tema. Nada es demasiado raro o confuso cuando la irracionalidad está a la mano
como explicación adecuada. La evidencia contradictoria sobre la conducta puede
siempre ser reconciliada sin cuestionar cuando la conducta irracional es una cuestión de rutina.
En resumen, la atribución de
irracionalidad resulta en una historiografía pobre.
[1]
Richard Hostetter, The Italian
Socialist Movement. I: Origins
(1860-1882) (Princeton,
New Jersey: D. Van Nostrand Company, 1958), v-vi, 409--412; Elio Conti, Le
origini del socialismo a Firenze, 1860- 1880 (Rome: Rinascita, 1950), 240;
Luciano Cafagna, "Anarchismo e socialismo a Roma negli anni della 'febbre
edilizia' e della crisi, 1882-1891," Movimento operaio 4, no.
5,770-1; Franco Della Peruta, "L'Internazionale a Roma dal 1872 al
1877," Movimento Operaio 4, n.s., no. 1 (Enero-Febrero1952): 52;
Enzo Santarelli, II socialismo anarchico in Italia (Milan: Feltrinelli,
1959), 7.
[2]
Ernest Alfred Vizetelly, The
Anarchists: Their Faith and Their Record Including Sidelights on the Royal and
Other Personages Who have Been Assassinated (1911; reimpresión, Nueva York:
Kraus Reprint Co., 1972), 299-300; George Woodcock, Anarchism: A History ofLibertarian Ideas and Movements (1962; reimpresión, Harmondsworth: Penguin
Books, 1971), 443-7; Irving Louis Horowitz, ed., The Anarchists (Nueva
York: Dell, Laurel, 1964; reimpresión, 1970),588-9,603; James Joll, The Anarchists, 2d ed. (1979; reimpresión, Cambridge, Mass.: Harvard
University Press, 1980),257; James Joll, "Anarchism between Communism and
Individualism," in Anarchici e anarchia nel mondo contemporaneo: Atti
del convegno promosso dalla Fondazione Luigi Einaudi, Torino, 5, 6 e 7 dicembre 1969 (Turin: Fondazione
Luigi Einaudi, 1971), 284.
[3]
E. J. Hobsbawm, Primitive Rebels: Studies in Archaic
Forms of Social Movement in the 19th and 20th
Centuries (Manchester:
Manchester University Press, 1959), 57-58, 92; Juan Diaz del Moral, Historia
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agraria), 2d ed. (Madrid: Alianza Editorial, EI Libro de Bolsillo, 1969), 205-7; Jerome R. Mintz, The Anarchists of Casas Viejas (Chicago y Londres: The University of Chicago Press, 1982), 271.
[4]
Bruce C. Nelson, Beyond the Martyrs: A Social History of Chicago's Anarchists 1870-1900 (New Brunswick y Londres: Rutgers University Press, 1988); John Lear, Workers,
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[5]
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[6]
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Alexander Varias, Paris and the Anarchists: Aesthetes and Subversives During
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168; Lily Litvak, Musa libertaria: Arte, literatura y vida cultural del
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